Ser ciudadanas y ciudadanos es aprender que no somos más ni menos que nadie. Es protagonizar actos de justicia, de buen trato

Ilustración ciberciudadania

Es ejercer ese doble rol del derecho y del deber. No es simplemente tener un DNI o tener edad para elegir a las personas que nos representan en la vida política. Es participar, opinar, ceder, pedir cuentas, proponer y no esperar a que las iniciativas vengan de afuera o a que no vengan para hacer lo que nos dé la gana. Es aprender a ser importantes para las demás personas y que las demás personas nos importen. Y esa importancia se mide sobre todo en hechos capaces de garantizar, no de negar, el derecho a la vida digna, el buen nombre, la intimidad de las personas y todos los demás derechos que podrían resumirse en uno solo: el derecho a ser personas diferentes e igualmente valiosas.

Hoy la convivencia y la ciudadanía no se viven sólo cara a cara, sino también a la distancia, mediada por múltiples pantallas. Todas ellas, junto con Internet y el ciberespacio, son los nuevos escenarios de la vida hoy. Allí también nos enamoramos, trabajamos, estudiamos, viajamos, compramos, y por supuesto, nos fortalecemos o nos debilitamos como seres humanos. Lo que en estos espacios se hace, no es distinto de lo que se hace fuera de ellos. No son las tecnologías ni las herramientas las que nos dan o nos quitan bienestar. Son las relaciones humanas o inhumanas que establecemos.

Es probable, y además deseable, que de la misma manera, lo que ya existe adentro se contagie afuera del ciberespacio. Si así fuera, aprenderíamos a tumbar fronteras, a acercarnos a gente distinta y distante, a construir más poderes sin centro, a tener más facilidades para expresar la opinión propia, no sólo para escuchar la ajena. Democratizaríamos un poco más la democracia.

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